Miércoles de ceniza. Foto: Nelo on Visual Hunt . Publicado: 26/02/2020: 417
La Pascua es la fiesta que da sentido a toda la vida cristiana. No en vano, recordaba San Pablo, “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe” (1Co 15, 14). Por eso, aunque la Cuaresma sea un tiempo litúrgico fuerte, la sobriedad que le es propia no tiene sentido en sí misma sino como preparación para la gran fiesta pascual
“Conviértete y cree en el Evangelio” (Mc 1, 15), esta es una de las frases que se pronuncian durante el rito de imposición de la ceniza sobre la cabeza de los fieles siguiendo la tradición bíblica de cubrirse de ceniza en señal de penitencia y duelo. Y es que la Cuaresma que iniciamos el Miércoles de Ceniza, es sobre todo un tiempo de conversión, de cambio de vida. La madre Iglesia, la Santa Madre Iglesia, nos anima a hacer un ejercicio de introspección para reconocer nuestra debilidad, nuestra realidad pecadora, para poder así enderezar nuestro camino y poner nuestra proa rumbo a la Cruz, puerta de entrada a la Resurrección.
No es más que imitar a Jesús en sus 40 días de desierto, despojándonos de todo lo que nos pueda despistar de lo realmente importante, nuestra relación con Dios, que se hace patente en nuestra relación con los hermanos. En este desierto, vienen en nuestra ayuda tres signos penitenciales: la oración más intensa, el ayuno y la limosna.
La oración es el lugar privilegiado de encuentro con Dios. En ella le presentamos nuestras tristezas y nuestras angustias, nuestras alegrías y nuestras esperanzas y nos abrimos a escuchar su voz y a responder a su llamada. La conversión pasa por dejar de ser nosotros los guías de nuestra vida, para abandonarnos a la voluntad del Padre que nos ama más que nosotros mismos, y esto es imposible sin la oración.
El ayuno, que es obligatorio el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo si no hay impedimento por razones de enfermedad o edad, consiste en hacer una sola comida al día. También es propia de este tiempo la abstinencia de carne los viernes. El ayuno nos ayuda a ser libres, a experimentar cómo nuestro corazón se pega a las cosas materiales que terminan por esclavizarnos. Nos esclaviza el cigarrillo de después de comer, la cervecita del aperitivo, el móvil, el café de la tarde, la serie de Netflix y tantas otras cosas. Paradójicamente, poniendo cerrojos a alguno de estos pequeños placeres diarios, rompemos las cadenas invisibles que nos atan a nuestra autocomplacencia y nos liberamos, abriéndonos a los otros y a Dios.
De igual forma, la limosna nos saca de la cárcel de nuestro egoísmo y nos invita a ver en el rostro del hermano necesitado el rostro de Cristo que nos llama para darnos vida. Desprenderse de lo que creemos que necesitamos para vivir, nos hace experimentar el gozo de la providencia divina que nos recuerda que las aves del cielo ni siembran, ni siegan, ni recogen en graneros “y vuestro Padre celestial las alimenta”. La limosna, si es generosa, nos hace experimentar el amor de Dios que no nos deja nunca abandonados.
Iniciamos el camino hacia la Pascua, la fiesta de las fiestas. Vale la pena prepararla como Dios manda.
PUBLICADO EN DIÓCESIS DE MÁLAGA